EL ALCOHOLISMO NO ME MATÓ PERO EL SICOANÁLISIS SÍ (O CASI)

Wilson Orozco

El sicoanálisis es una iglesia, una secta. Matamos a dios pero creamos a los sicoanalistas con su cara de supuesta neutralidad. O “neutralidad benevolente” como ellos mismos se jactan en decir. Los sicoanalistas son unos actores; pero en el fondo son malos.

Era una calurosa tarde de 2006 y me sentía mal. Mal siempre me he sentido y mal se siente la mayoría de la humanidad y si no pregúntenles a los bonaerenses y franceses.

Con el sicoanálisis decidí probar una cura más. Un profesor marica que me quería comer fue el primero que me adentró en esta palabreja: sicoanálisis. Siempre me hacía creer que yo también era marica. Obvio para comerme. Yo lo negaba. Él me decía que eso era una “resistencia”. Desde ahí empezó todo. Quince años después eso me seguía taladrando la cabeza: “resistencia, resistencia, tengo una resistencia”. Pero quince años después estaba mal por otras cosas, entre ellas, por el alcoholismo. Entonces decidí probar con la famosa “talking cure” per secula seculorum.

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El sicoloco llega cansadamente a la oficina o al consultorio, como quieran. Abre la puerta, me hace pasar. Nos sentamos. Enciende un cigarrillo. Se cree Freud. Me mira fijamente y me dice:

-¿Qué te trae por aquí, Wilson?

Y ahí empieza todo. Mi alcoholismo, mis mujeres, la separación de mi esposa, mi hija, mi angustia existencial.

-Contame de tus papás.

Y ahí empieza todo también. Mi papá borracho, mi papá pegándole a mi mamá, mi papá con otra mujer…

-¿No te parece que estás repitiendo la misma historia de tu papá?, me pregunta.

¡Claro! Eso es. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Estoy repitiendo exactamente la misma historia de la persona que quiero y odio a la vez.

-¿Cuánto le pago?

-No, dejemos así por ahora.

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La plata parece que nunca importaba. Parece. Pero sí importa. Para eso te escuchan, de eso viven, ¿no?

Tres o cuatro sesiones después, me pregunta:

-¿Cuánto valorás esto, Wilson?

-Mucho.

-¿Sabés que esto es largo?

-Sí.

-Bueno, según lo que valorás esto, ¿cuánto estás en condiciones de pagar?

-Entre 20 y 30 mil pesos.

-Bueno, entonces partamos diferencia, pagame 25.

Eso de partir diferencia me suena mucho a mi papá negociando.

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Sesión tras sesión, ahondando supuestamente, cada vez entiendo por qué me emborracho pero no paro de beber. En apariencia mi mente está bien pero mi hígado no; dos años de sicoanálisis y sigo en las mismas. Un día digo no más. Mi analista se enoja. Dice que no me puedo ir así. Que corro un grave peligro. Que él no se queda tranquilo si abandono el análisis. Sus respuestas histéricas me convencen de que el sicoanálisis es una farsa.

Por el mismo tiempo le pido plata a la universidad donde trabajo para ir a un congreso de traducción literaria en Buenos Aires. Le propongo al analista que me voy a tomar ese tiempo como una distancia, que después de que llegue tomaré la decisión definitiva de seguir o no. Él, con cara compungida, me dice que no está muy de acuerdo con eso pero que qué se va a hacer.

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Buenos Aires es la meca del sicoanálisis en Sur América. La prensa lo repite sin cesar, me cuentan que el sicoanálisis en Medellín entró gracias a los argentinos, dicen que hay un barrio que se llama Villa Freud. De hecho, una vez mi sicoloco me dijo que tenía que viajar a Buenos Aires para un congreso. Y una vez frente a una de mis explosiones de impaciencia porque ese sicoanálisis no avanza, me dice:

-Los gauchos creen que en la tormenta es cuando más lento hay que ir…

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Llego a Buenos Aires. La arquitectura me indica que aquí hubo mucha plata. Todo muy romántico. Pero yo no estoy aquí por romanticismo.

Llego al cuarto conseguido desde Medellín. Me atiende una argentina despelucada, como todas. Le pago en dólares. Entro al cuarto. No tiene toallas. Es sucio y viejo. Siento que me han estafado. Pero lo único que quiero es dormir. Así lo hago.

Despierto. Quiero caminar. Lo hago por la Avenida Corrientes en dirección al mítico Obelisco. Entro a un restaurante. Pido una carne. Cumplo con el ritual de todo el que viene a Argentina. Pero no me gusta la carne, me gusta más la mesera. Salgo porque no aguanto los gritos de un cronista deportivo que se desgañita cantando unos goles.

Ya es de noche. Entro a una librería. Esa sí es una virtud. Un domingo en la noche y hay librerías abiertas. Qué librocentrista de mierda soy, pienso. Veo un libro que tiene por título El libro negro del sicoanálisis. Esto es lo que necesito. Algo que me apoye en la buena idea que he tenido: abandonar el sicoanálisis.

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En ese libro hablan pestes de él. Expertos, amas de casa, filósofos, neurólogos, científicos y un largo etcétera. Le dan duro. Encuentro lo mismo que yo pensaba: el sicoanálisis no sirve para nada. No me siento tan bruto.

Llego por fin al Obelisco. Veo las luces. Estoy en el centro del centro. Adonde todo turista tiene que llegar. Entro a un bar. Me tomo ochos cervezas. El tosco mesero me trae la cuenta pero dice que se le ha olvidado apuntar las últimas dos. Que de todas maneras le dé la plata. Me toma algún tiempo reconocer que a lo mejor la plata restante va para su bolsillo.

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Al día siguiente voy a la zona donde vivía Borges. Ya entiendo su elitismo. Es una zona de ricos. Ahí estaba la embajada de Israel. La que explotaron. Hay un monumento a las víctimas de siempre. Paso por una librería en la que se mantenía Borges. Ahí ni le cobraban los libros. Borges iba a una librería sagradamente y yo lo hago a Bantú, al bar de siempre…

En la tarde veo una película argentina. De una mujer que la acusan de un crimen que no cometió, la meten a la cárcel, fuera de eso está en embarazo, ella lucha por mantener a su hija. Lo mismo de siempre.

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Voy a la Plaza de Mayo. Se supone que allá están las Madres de la Plaza de Mayo. No, ya son abuelas. Y nada de sus hijos. Pero no las veo. Lo que sí veo es gente pobre. Y pancartas por todas partes. El lugar es feo como todo lo de los pobres. Lo último ahora es la lucha de los dirigentes de la soja. No sé qué es la soja. No me interesa saberlo. Ni siquiera cuál es el problema. Pero como siempre, debe ser por plata. A lo mejor les están cobrando un impuesto. Ellos van y montan carpas para protestar contra el gobierno. Los que apoyan al gobierno también van y montan carpas. Los dirigentes llevan un toro inflable. Los otros llevan un pingüino inflable. Todo un circo.

Voy a un café que se llama Tortoni. Frecuentado por artistas, escritores y demás. Es un lugar, como se puede suponer, turístico. La gente se toma fotos. Piden platos costosos. Pero ni rastro de escritores.

Luego voy al museo dedicado a Evita. La otra obligación en Argentina. Están sus vestidos, sus grandes obras benéficas, sus discursos, su muerte. Vanidosa la señora. Pero quería mucho a sus descamisados: eso sí que lo enfatizan mucho.

Salgo del museo cansado de tanta payasada demagógica. Camino. Paro en un puesto de revistas. Hay una publicación de la asociación de sicoanálisis. Se ve que estoy en Villa Freud. Todo el periodiquito está dedicado a la depresión. Leo uno de los artículos. Es una perorata contra el prozac. Amargados y regañones como siempre, los sicoanalistas.

Villa Freud está en Recoleta, el barrio de los ricos. Y de los sicoanalistas. Pero ni rastro de ellos. Deben estar camuflados, como siempre. La gente me mira con recelo. Como si les fuera a robar.

Cojo un taxi. Y definitivamente está la obligación de hablar con el taxista. Me cuenta sus peripecias. Yo le sigo la corriente. Pero no me interesa nada de lo que me dice. Me habla de los atracos. Dice que lo atracó una vez un tipo que no parecía ladrón porque tenía los ojos claros. Me doy cuenta del racismo velado de este país. Desde la ventanilla leo que un grafiti contra un director de fútbol: “¡Pará el verso!”, dice. Perfecto para Colombia.

Llego al hotel. Leo el periódico del día. Están preocupados porque a Uribe le dio por llamar a unas nuevas elecciones. El articulista remata con lo siguiente:

“Colombia, ícono regional de los conservadores, puede sumarse a la corriente de las democracias plebiscitarias”.

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No he ido a ninguna conferencia del encuentro de traductores literarios. Claro que no me he perdido de nada ya que son unos insufribles. Pero algo haré. Tal vez me consiga un certificado falso para mostrar en la universidad.

Ya es mi último día. Voy a Boca. Entro a un restaurante. Uno de los que atienden está pintando la barra. Me sorprende la pasión por conservar todo aquí. Todo es viejo como en Cuba pero aquí sí hay plata. Veo fotos de Maradona. Este país y sus íconos: primero Gardel, luego Evita, después Borges y ahora Maradona. “Un país con personas así no puede ser malo”, leo en mi guía. Patético. Pero ya por fin se acerca mi regreso.

Una vez en Colombia no me aparezco nunca más por la oficina del sicoanalista. Un cliente menos para él. Pero aún quedan incautos.


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