MESEROS



Texto: Wilson Orozco

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Fotos

Diurnas: Alejandro Ramírez

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Nocturnas: Juliana Quintero

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De cómo un profesor universitario de manos delicadas y uñas limpias se convierte en el mesero de un miserable bar y al final es atacado por tres homosexuales que le quieren tocar su preciada barba. Y de cómo lo logran con éxito.


A pesar de ser un maldito burócrata, a través de muchos contactos en Colombia y en el extranjero, logro que el dueño de Bantú me permita ser mesero por un día. La respuesta se demora varios meses pero finalmente accede. Ser mesero de ese antro es la última oportunidad que tengo de perder el poco prestigio que me queda.

Es viernes y la inacabable jornada de rumba empieza a las dos de la tarde. A esa hora me ha citado el administrador. Llego con 10 minutos de retraso. Lo bueno es que él llega con 15. Al lado de las puertas hay unos hippies que hace varios meses no se bañan. Aunque ésa debe ser la idea. Están borrachos o drogados o enguayabados o con sueño o todas las anteriores. Uno de ellos toca tristemente una vieja guitarra. Otros intentan dormir. Sus sandalias producen asco. Ésa también debe ser la idea.

Nelson, el administrador, junto con Carlos, un mesero, abren el bar (hay que aclarar que a partir de aquí todos los nombres han sido cambiados para salvaguardar la honra de los implicados). Yo ya no sé qué estoy haciendo aquí. Me debo estar enloqueciendo. Debería estar adherido a mi escritorio. Pero ya mi suerte está echada.

-Hay que empezar a sacar esas cajas con envases vacíos para luego entrar el nuevo pedido, dice Nelson con voz ronca y de ultratumba.

Al parecer, todo esto es un proceso industrial: se sacan envases vacíos de la noche anterior, se meten nuevos con el preciado líquido, se saca, se mete y así sucesivamente. Mientras los estudiantes se duermen o sueñan despiertos en una clase de cálculo, aquí todo está estrictamente organizado para que cuando ellos salgan lentamente como ganado que pasta en un potrero y va a otro, sus cervezas ya estén bien frías para que empiece el jaleo.



*****

Se sacan todas las benditas cajas con los envases vacíos y ahora a barrer. Hay de todo: colillas, tapas de cerveza, papel higiénico, chicles, una foto de dos lesbianas y hasta un billete de diez mil. Claro que solamente logré reparar en él después en la foto y parece que ya reposa en el relleno sanitario municipal.



Todo está fríamente delegado: Nelson hace cuentas y cuenta plata, Carlos saca cajas, Muñeco acomoda el nuevo pedido mientras cuenta chistes, Diana organiza mesas y yo barro. Ya afuera de Bantú hay una alta torre con cajas de cerveza. Cuánto bebe la humanidad, pienso. O cuánto bebemos, corrijo. Ya el lugar está tomando una apariencia cada vez más decente. No como el sitio de guerra que los borrachos de la noche anterior habían dejado.




Poco a poco se empieza a configurar el carácter de cada uno de los meseros: Nelson es calmado y gracioso, Carlos es calmado y galán, Muñeco es calmado y trovador, Diana parece una santandereana malgeniada y picada de tábano. Una pequeña escaramuza empieza entre Muñeco y Diana, no sé por qué. Tal vez porque Muñeco estaba trovando y a la vez pisaba el piso que Diana acababa de trapear. Muñeco se excusa asustado y Diana no lo deja hablar diciéndole:

-Respetá gonorrea-hijueputa.

Ya está casi todo listo. Estamos nerviosos por lo que se viene. Mejor: yo estoy nervioso por lo que se viene. Nelson me llama aparte y me señala circunspecto todo lo que tengo que hacer. Me dice que me va a asignar las mesas de la 1 a la 4. Mis compañeros se ríen de mí. 10 horas más tarde me daré cuenta de que son las peores mesas porque son las que nunca desocupan, porque son las mesas que hay que seguir atendiendo a pesar de que haya un hervidero de rumba en el bar. Luego, me da los precios de todos los productos y me pide que los memorice. Yo los quiero copiar pero él me dice que no, que así no le sirve. Que la cosa es rapidito, de una, sin pestañear. Yo empiezo entonces como hacía en primaria:

-Pilsen a 1800…Águila grande a 2300…Águila pequeña a 1800…Costeña a 1800…Póker a 1800…Águila light a 2000…Pilsen a 1800…

Y así sucesivamente para cada uno de los licores y todas las cosas inimaginables que los seres humanos nos inventamos para meternos en la barriga y así sentirnos mejor.

Para cada una de las cervezas, me hacen aprender unas señales dignas del lenguaje de los sordomudos porque cuando empiece el voleo de verdad, no hay tiempo ni manera de pedir nada con la boca sino que tiene que ser con la mano: la Pilsen es como un ojo, el Águila grande es voleando los dedos meñique y anular, el Águila pequeña es como cuando uno dice “una migajitica así”, la Costeña es un movimiento como de cobra o de danza egipcia, no sé, el caso es que tengo que hacer ese ridículo movimiento, la Póker se acerca, según Bantú, a la expresión fuck you entonces es señalando así FUCK YOU!!...aunque el gesto de la Águila light es el que más me ofende ya que tengo que hacer como un homosexual mani-quebrado y ésa es la cerveza que yo siempre tomo…







Los nervios no me abandonan y la acción nada que empieza. Seguimos esperando las hordas de estudiantes que ya están por llegar. Yo mientras tanto empiezo a recoger historias. Carlos me dice que siempre hay un homosexual que viene los viernes. Y que la otra vez le echó el perro. Yo le pido que me cuente y él dice:

-Sí, un man al que atendí toda la noche y ya cuando estaba todo borracho me preguntó que qué cerveza me gustaba, que si la rubia o la morena. Yo le dije que la morena. Al otro día se me apareció con una cerveza alemana toda grande. Yo me asusté todo y le dije a Nelson que me dejara ir para la casa. Lo mío son como las mujeres.

Muñeco interviene y dice que cuando Carlos está borracho y atendiendo, no deja una sola mujer disponible para el staff de Bantú. Carlos lo mira feo. Yo aprovecho entonces y le pido a Muñeco que me cuente una de sus historias. Y a él, muy propio de él, se le ocurre una especie de trova o una cosa toda rara en la cual mezcla títulos de canciones y grupos de rock que debo copiar:

“Si quieres vamos al CUARTETO DE NOS en el PANTEÓN ROCOCO y me das LA DOSIS PERFECTA para que prendamos este chochal. Así que acepté darle JARABE DE PALO por toda LA POLLA RECORDS…”

Yo le pido que se ponga serio pero él insiste:

“Una vez llegó MY SHARONA toda PARANOID ANDROID buscando al DOCTOR KRAPULA y yo le contesté está por LA CALLE 13 fumando ENANITOS VERDES. Ella me contestó: “no CHARLES GARCÍA. Me estás dando MALA VIDA, yo no soy tan MOJIGANGA, no me creas SANTERÍA…”

Diana interviene, nos regaña y nos dice que cojamos oficio porque ya llegó un cliente. Éste no se aguantó las ganas de leer ni de venir a Bantú y tranquilamente hace las dos cosas. Ésta es la prueba reina para los que aseguran que Bantú es un antro…

Ya hacia el final de la tranquilidad, el misterioso dueño de Bantú aparece. Viene con uno de sus guardaespaldas quien insiste en no quitarse su chaleco de motociclista por si hay que salir prendiendo la moto. Que en estos días de seguridad democrática es mejor estar preparado para cualquier cosa. El dueño es todo un capo y actúa como los grandes con una tranquilidad y serenidad pasmosas. Un lambón sugiere que le tomemos una foto al patrón para que quede en esta crónica y el patrón sonríe como los grandes. A lo Vito Corleone se para lentamente, su guardaespaldas todavía con su horrible chaleco no se despega de él, no vaya a ser que sufra un atentado de parte de sus mismos trabajadores, y ambos quedan en la foto...

Muñeco, en un bello y revolucionario acto, le da por hacer la señal de Póker en mitad de la foto. El guardaespaldas se tensiona, lo mira de reojo con cara como de “esperate gonorrea hijueputa enseguida te doy”, quiere sacar su cuchillo pero el patrón, como los grandes, dice calmadamente:

-Tranquilo Robinson que Diana se encarga de él.

Así lo hizo Diana. Pobre Muñeco….

Luego, el patrón recoge la plata del producido de la noche anterior. Es decir, la plusvalía, las ganancias, el sudor de todos los meseros convertido en billetes de 50 mil y que van a parar a sus capitalistas bolsillos. Finalmente dice que ahí nos trajo unos buñuelos para que comamos después. Yo digo:

-Qué bien, muchas gracias Don Fabio. Más tarde debe hacer mucha hambre aquí, ¿cierto?

Y él me da una respuesta que me deja más que pasmado:

-No, esos se los descontamos de la nómina. Los buñuelos los está haciendo una tía mía que puso una fábrica hace poquito.

Ambos, dueño y guardaespaldas, parten en una AKT haciendo bulla. Y eso que el parrillero está prohibido. Pero ellos son trozos y meten miedo.

*****

Mi primera mesa es ocupada. Es una pareja. El muchacho tiene cara de llamarse Yeison Duván y la muchacha Yuli Caterine. Voy nervioso hacia ellos. El joven me dice secamente:

-Media de guaro.

Yo la pido en la barra. Todos dicen: “¡Bien!” porque me he ganado mil miserables pesos de comisión. Cuando me dan la botella, casi se me cae.

La pareja es tímida. Aunque es lo normal. Han tomado muy poco de la media de guaro. A los pocos minutos empiezan a joder:

-Poneme esta canción…, poneme esta otra…

Incluso Yeison Duván tiene la valentía de cantarme casi media canción para saber si está en Bantú o no. Yo simulo que sé a lo que se refiere y le digo que voy a ir adonde el DJ (que no hay) para que la busque. Todo no es más que un despiste para que se sienta complacido…

A los pocos minutos vuelven y me llaman otra vez para pedir exactamente las mismas canciones que han pedido antes y yo exclamo como un teletubbie que pone en peligro su vida:

-¡¡¿OTRA VEZ?!!

Yeison Duván parece que lo soluciona todo con plata porque coge un billete de dos mil pesos y me lo entrega. Yo digo que no, que no es necesario, pero él, en un gesto propio de los mafiosos, me agarra la mano, me pone el billete dentro de ella y me la cierra fuertemente con las suyas. Yo entiendo que no debo oponer resistencia. Voy como perrito regañado a ponerle una vez más esa horrible música de Rata Blanca y Kraken.

*****

Una hora después sigue lo más horrible para mí. Empiezan a llegar conocidos míos que me llaman “mesero de tres pesos”, me dan sarcásticamente 200 pesos de propina y ex estudiantes me preguntan irónicamente que si es que no me pagan lo suficiente en la universidad…

Ya son las 8 de la noche y me siento agotado. Una parejita de lesbianas empieza a bailar muy sensualmente “closer”. Yo ya tengo hambre y me quiero refugiar en los miserables buñuelos que me descontarán de la nómina. Le pido a Diana que si me reemplaza en las mesas y ella me dice que sí pero que no me demore mucho. Yo obedezco.




Acabo con los buñuelos. Una torrencial lluvia cae sobre Bantú y sobre el mundo. Y todo se complica para mí. No hay por donde caminar porque toda la gente de la calle se quiere refugiar en ese antro. De todas las mesas me llaman. En una mesa tres mujeres preguntan que a cómo vale el descorche. Yo no sé qué es eso. Les digo que no, que no hay. Ellas me preguntan que cómo así. Yo repito cansado que no hay. Y ellas me miran el avisito de BANTÚ en mi camiseta y me preguntan:

-¿Usted es nuevón o qué? ¿Cómo así que no sabe qué es un descorche?

Finalmente averiguo y el bendito descorche vale 5 mil pesos pero Diana me advierte que no me puedo dejar meter más de media de ron. Fuera de que tengo que atender, tengo que vigilar a estos borrachos así como hago en mis labores de profesor con mis estudiantes. Mientras he ido a averiguar lo del descorche, los de la mesa 4 se me han escapado. Yo, angustiado y nervioso, se lo cuento a Diana y ella exclama:

-¿Cómo así que los dejó ir? ¿Dónde estaban?

Y se va para esa mesa. Yo veo que se alejan tranquila y cínicamente para no despertar sospecha y ella se va detrás de ellos y les dice:

-¿Quiubo pues gonorreas? Me pagan lo de la mesa ya.

Los tipos sumisa y nerviosamente cuentan sus miserables monedas para pagarme.

*****

Ya son las 12 de la noche y Bantú es un hervidero. Ahí es cuando pienso que quién se habrá inventado la idea de un bar. Hay que estar borracho para estar en uno de ellos. El cansancio, el hambre de nuevo, el agotamiento y sobre todo la sobriedad no me hacen contemplar con romanticismo esta orgia de cuerpos, borrachos, humo, licor, bulla, gritería, música estridente, cuerpos apelmazados, peleas…y sí, definitivamente hay que estar borracho para aguantar un lugar así. Ya la mujer que antes me parecía sensual y bohemia, la odio por sus constantes peticiones de cervezas, cigarrillos y canciones. Las mesas no son más que una tortura que buscan ser atendidas. Todos los asistentes no son más que niños en etapa oral que buscan ser complacidos en sus más mínimas demandas.






Yo estoy cansado, aburrido y descuadrado. Se lo comento a Diana y ella me dice:

-Venga pues yo lo reemplazo pero eso sí, tiene que lavar entonces todos los vasos.

Maternalmente me mira con pesar y lástima y exclama una vez más, como lo ha hecho durante toda la noche:

-¡¡Dios mío, todo sea por el arte!!

*****

Ya es la una de la mañana. La media hora que falta para terminar se me hace eterna. Odio a todos estos malditos borrachos no recordando que yo mismo he sido uno de esos malditos borrachos. Pero qué más se la va a hacer.. La vida es aburrida, la vida es lenta, la vida no tiene sentido, pienso filosófica y cansadamente mientras lavo vasos. Hay que buscar entretenimiento a como dé lugar. Yo me adormezco con estas reflexiones tan profundas cuando despierto con la orden perentoria de Nelson:

-Bueno, muchachos esto se acabó. Ya no más luchas con proveedores ni con estudiantes.

Ordena parar la música, ordena cobrar cuentas, ordena entrar las mesas, ordena sacar a los borrachos a las buenas o a las malas. Preferiblemente a las malas. Y yo ya he hecho mis cuentas: me he ganado 20 mil pesos de nómina, más 4 mil de propina en monedas de 100. Debo restar 5 mil pesos de los miserables buñuelos y tengo que sacar 10 mil para el taxi. Total, me quedan 9 mil pesos por toda esa tortura. Y como dice la canción guasca: “…y mañana viene el patrón sin saludar…”

Veo que tres borrachos están en una mesa y no se quieren parar. Carlos me dice angustiado:

-Ay marica, ésa es la mesa del homosexual que la otra vez me estaba echando el perro. Andá vos…

Cuando me les acerco, los tipos se ríen y exclaman:

-¡No sabíamos que en Bantú contrataban meseros tan barbados!

-Caballeros, se pueden parar por favor, ya vamos a cerrar.

-Ay, pero qué afán… ¿te podemos tocar la barba, papi?

-Por favor caballeros, me respetan…

No había ni terminado, cuando los tres ya habían acercado sus asquerosas manos a mi preciada y frondosa barba. Diana se da cuenta del jaleo y grita:

-Bueno, bueno, bueno, ¿qué es lo que pasa pues allá? ¿No ven que estamos cerrando?

Yo le cuento lo que me acaba de pasar.

Y ella, como lo ha hecho durante toda la noche, sí que se encarga de ellos.

Pobrecitos.



CONFESIONES DE UNA BURGUESITA

Ana María Sanclemente

Es viernes. Hace 3 días renuncié a la gerencia de una importante empresa. Mi esposo ya no está de acuerdo con que trabaje. Dice que no lo necesito. Así que tengo tiempo de sobra para hacer lo que me venga en gana. Regreso a la cama y me vuelvo a dormir.
Me despierto. No me quiero bañar, así que me quito la ropa, me pongo el vestido de baño y salgo a caminar. La playa está sola, por fortuna. Nadie que me mire la cola, o las caderas y hasta me puedo quitar la parte de arriba del vestido de baño para broncearme. Algo que he querido hacer desde hace rato, pero mi esposo pudoroso siempre me pone un trapo encima y me frustra esta fantasía. Algún día me tengo que ir sola a una playa nudista a mirar todos los penes que en mi vida no he podido y a que me importe un bledo que me miren los gordos que tengo en las caderas.
Llegan unos cuantos turistas con ganas de quedarse y yo me apuro a ponerme la parte de arriba del vestido de baño, para no sentirme observada con esa mirada de juez que pone mi esposo. Pienso en todo el tiempo de sobra que me espera y me arranca la angustia existencial. De pronto veo a los turistas acercarse como para ponerme conversación. Y yo a sacarles el cuerpo porque hoy es un día en que amanecí antisocial hasta el tope. Se me acerca un hombre, más o menos atractivo y agraciado con su hijo colgado al cuello y me pregunta en un acento español bien marcado que si la playa es segura. Yo le contesto que sí, y con una sonrisa bien fingida doy media vuelta y me meto en el fondo del mar. Casi morada y sin respiración, obligada, salgo de nuevo a la superficie y me encuentro de frente con otro español, éste con cara de conquista y de nuevo me niego a entablar cualquier tipo de conversación, me limito a sonreír y me regreso a la orilla. El programa de playa termina ahí para mí.
Mi esposo y mis hijos están de viaje así que esta noche invité a comer a Juan, un ex compañero de oficina. Nos vamos para el balcón. Empezamos con cervezas y ponemos música. Me relajo y por un momento me siento mal de no pensar en nadie distinto a mí, de no pensar en que tengo familia, hijos, esposo. No pienses, Ana, me digo; disfruta. Hago pasta, tomamos vino y hablamos paja hasta que nos sentimos borrachos. Juan se va al baño a vomitar. Regresa y nos quedamos otro rato más en el balcón, y sin darnos cuenta nos da el amanecer hablando. Él se pone medio pegajoso y finalmente tenemos sexo.
Juan se va, prendo el computador y me siento a escribir. Es mejor terapia que ir al sicólogo y pagarle plata para escuchar la misma lata de siempre. Como ésta, por ejemplo.

LA COSECHA


Amy Hempel
Traducido del inglés por Alejandro Ramírez Giraldo



El año en que empecé a decir pudiese en vez de pudiera, casi me mata por accidente un hombre al que apenas conocía. El hombre no quedó herido después de que el otro carro nos chocó. El hombre que había conocido una semana antes me sostenía en mitad de la calle de una manera que quería decir que por ningún motivo debía mirar mis piernas. Recuerdo que sabía que no debía mirar, pero también recuerdo que si hubiera sido capaz habría mirado.Mi sangre había manchado toda la parte delantera de su ropa.“Vas a estar bien, pero este suéter ya no sirve para nada”, dijo.Grité con ese temor que produce el dolor. Pero no sentía ningún dolor. En el hospital, después de las inyecciones, supe que había dolor en la habitación y simplemente no sabía a quién pertenecía.A una de mis piernas hubo que ponerle cuatrocientos puntos que, cuando lo menciono, se convierten en quinientos puntos, pues nada es tan malo que no pueda ser peor.Cinco días después todavía no sabían si podían salvar mi pierna, yo extendí el plazo hasta los diez días.El abogado era uno de los que mencionaba la palabra. Pero no lograré superarla hasta un par de párrafos más adelante.Teníamos una conversación sobre el aspecto físico, sobre qué tan importante era. Decisivo, es lo que yo había dicho.Creo que el aspecto físico es decisivo. Pero este tipo era un abogado. Se sentó en una silla pintada con vinilo a base de agua que arrastró hasta mi cama. Lo que él quería decir con aspecto físico era qué tan valiosa era la pérdida de éste ante los tribunales. Podría decir que al abogado le gustaba pronunciar tribunales. Me dijo que se había presentado al Colegio de Abogados tres veces hasta que pasó. Dijo que sus amigos le habían dado unas elegantes tarjetas de presentación grabadas en relieve, pero en el lugar donde debía decir en estas hermosas tarjetas Abogado en Derecho, decía Abogado al fin hecho. Ya había valorado las pérdidas de ganancias, pues ahora ya no podría ser auxiliar de vuelo. El hecho de que yo nunca hubiera considerado serlo era irrelevante en materia legal, había dicho.“Hay otra cosa”, dijo. “Tenemos que hablar de matrimoniabilidad.”La tendencia era decir ¿matrimonioqué? Aunque sabía lo que quería decir desde la primera vez que lo escuché.Yo tenía dieciocho años. “¿Por qué no hablamos primero de enamorabilidad?”El hombre que conocí durante una semana ya se había ido, el accidente lo hizo regresar con su esposa.“¿Crees que el aspecto físico es importante?”, le pregunté antes de que se fuera.“En principio, no”, dijo.En mi barrio hay un señor que era profesor de química hasta que una explosión lo dejó sin rostro y sólo le dejó lo que hay detrás. El resto de él está pulcramente vestido con trajes oscuros y zapatos brillantes. Lleva un maletín al campus universitario. Qué consuelo es su familia, decía la gente, hasta que la esposa cogió los niños y se marchó.En el solárium una mujer me mostró una foto instantánea. “Así se veía mi hijo”, dijo.Las noches las pasaba en diálisis. A ellos no les importaba que un sillón estuviera libre. Tenían un televisor de pantalla ancha, mejor que el que nosotros teníamos en rehabilitación. Los miércoles en la noche veíamos un programa en el cual unas mujeres que vestían ropa costosa aparecían luciendo fastuosos conjuntos y prometían que se los arruinarían las unas a las otras.Al lado se sentaba un hombre que hablaba solamente en números telefónicos. Podrías preguntarle cómo se sentía y el respondería: “924-3130”. O diría: “757-1366”. Conjeturábamos qué podrían ser estos números, pero nadie estaba seguro de nada.Al otro lado a veces se sentaba un muchacho de doce años. Tenía las pestañas gruesas y negras debido a la medicina para la presión arterial. Era el siguiente en la lista de trasplantes, tan pronto como se cosechara un riñón –la palabra que ellos usaban era la cosecha.La madre del muchacho rezaba para que fueran conductores ebrios.Yo rezaba para que fueran hombres a los que les nos importara nada.¿No somos todos la cosecha de alguien?, pensabaLa hora terminaría y la enfermera del piso me llevaría en silla de ruedas de vuelta a mi habitación. “¿Por qué ven esa basura?, diría. ¿Por qué simplemente no me preguntan qué hice hoy?Antes de acostarme dedicaba quince minutos a apretar agarraderas de caucho. Uno de los tratamientos hacía que se me entiesaran los dedos. El doctor dijo que me daría los medicamentos hasta que no pudiera abotonarme la blusa, una figura retórica para alguien que usa bata.“Obras de caridad”, dijo el abogado.Se abrió la camisa y me mostró en su pecho el punto en el que un acupunturista le había untado un almíbar carbonatado, le clavó cuatro agujas y le dijo que la verdadera cura eran las obras de caridad.“¿Cura para qué?”, dije.“Es irrelevante”, dijo el abogado.Tan pronto como supe que estaría bien, estuve segura de que estaba muerta y que no lo sabía. Me desplazaba por los días como una cabeza cercenada después de ejecutada una sentencia. Esperaba el momento que me hiciera reaccionar de esta aparente vida.El accidente sucedió al atardecer, de modo que es sobre todo a esta hora cuando me siento así. El hombre que había conocido una semana antes me estaba llevando a cenar cuando sucedió. El lugar fue en la playa, una playa en una bahía desde donde se pueden ver las luces de la ciudad, un lugar desde donde se puede ver todo sin tener que escuchar nada.Mucho tiempo después fui a esa playa por mis propios medios. Yo manejé el carro. Era el primer buen día de playa y llevaba vestido de baño.En la orilla desenrollé la venda elástica y caminé entre el oleaje. Un muchacho con vestido de baño mojado miró mi pierna. Me preguntó si un tiburón lo había hecho; habían visto tiburones blancos en esa parte de la costa.Le dije que sí, que un tiburón lo había hecho.“¿Y se va meter?”, preguntó el muchacho.“Y voy a meterme”, le dije.Omito muchas cosas cuando digo la verdad. Me pasa lo mismo cuando escribo un cuento. Voy a empezar a decirles lo que omití en “La cosecha”, y quizá también empiece a preguntarme por qué tuve que omitirlo.No había otro carro. Sólo había un carro, el único carro que me golpeó cuando estaba en la parte trasera de la moto de aquel hombre. Pero pienso en las sílabas poco elegantes cuando tienes que escribir motocicleta.El conductor era un periodista. Trabajaba para un periódico local. Era joven, estaba recién graduado e iba a realizar su trabajo, a cubrir una amenaza de huelga. Cuando digo que en ese entonces yo era una estudiante de periodismo, probablemente no hubiera quedado muy bien en “La cosecha”.En los años siguientes miré quién era el autor de los artículos periodísticos. Él reveló la historia de “El templo del pueblo” que terminó con la fuga de Jim Jones a Guyana. Luego cubrió Jonestown. En la sala de redacción del San Francisco Chronicle, mientras el número de víctimas ascendía a novecientos, iban poniendo los números como si fuera un nuevo aporte en una campaña de donación. En algún lugar de los centenares, alguien firmó en el muro algo que decía MUÉRETE DE ENVIDIA, JUAN CORONA.Lo que le sucedió a una de mis piernas en la sala de emergencias no necesitó cuatrocientos puntos, sino alrededor de trescientos. Exageré incluso cuando empecé a exagerar, pero es verdad: nada es tan malo que no pueda ser peor.Mi abogado no era un abogado al fin hecho. Era socio de una de las firmas de abogados más antiguas de la ciudad. Nunca se hubiera abierto la camisa para mostrarme el sitio de la acupuntura, algo que tampoco se habría hecho. “Matrimoniabilidad” era el título original de “La cosecha”. El daño en mi pierna se consideró cosmético, aunque todavía hoy, quince años después, soy incapaz de arrodillarme. La noche antes del juicio, en un acuerdo extrajudicial, se me otorgó casi 100.000 dólares. El seguro del carro del periodista ascendió a 12,43 dólares por mes.Tres años antes me habían sugerido que me frotara la pierna con hielo para hacer más protuberante la cicatriz minutos antes de tener que subirme la falda ante la corte. Pero no había hielo en el despacho del juez, de modo que no tuve la oportunidad de pasar ni de perder el test moral.El hombre que conocía durante una semana era el dueño de la motocicleta y no estaba casado. Pero cuando ustedes piensan que él tenía una esposa, ¿no era yo responsable de algo? ¿No merecía un castigo?Después del accidente el hombre se casó. La mujer con la que se casó era una modelo. (“¿Crees que el aspecto físico es importante?”, le había preguntado antes de que se fuera. “En principio, no”, dijo.)Además de ser una belleza, la mujer tenía millones de dólares. ¿Habrían aceptado esto en “La cosecha”, que la modelo también fuera una heredera?Es verdad que nos dirigíamos a cenar cuando sucedió. Pero el lugar desde donde se puede ver todo sin tener que escuchar nada no era una playa en una bahía; era en la cima del Monte Tamalpais. Llevábamos la cena con nosotros mientras ascendíamos el serpenteante camino de la montaña. Esta es la versión que da lugar a la perfecta ironía, así no les importará cuando les digo que en los siguientes meses, desde una cama del hospital, tenía una exacta y espectacular visión de esa misma montaña.La siguiente parte la hubiera incluido dentro de la historia si alguien la hubiera creído. ¿Quién lo hubiera creído? Yo estaba allí y no lo creía.El día de mi tercera operación hubo un intento de fuga en el Maximun Security Adjustment Center, adyacente al Corredor de la Muerte, en la cárcel de San Quintín. “El hermano Soledad”, George Jackson y un negro de veintinueve años sacaron un arma que introdujeron ilegalmente, gritaron “ya está” y abrieron fuego. Jackson murió, así como tres guardianes y dos del “grupo de blandos”, presos que les llevan la comida a otros prisioneros.Degollaron a otros tres guardianes. La prisión está a cinco minutos del Marin General Hospital, de modo que fue allí a donde llevaron los guardianes heridos. Los policías que los llevaron eran de tres clases además de la Patrulla Vial de California y los comisionados del jefe de policía del Condado Marin, todos fuertemente armados.La policía se situó en el techo del hospital con fusiles; se apostaron en los corredores y les ordenaron a los pacientes y visitantes que regresaran a las habitaciones.Ese día, cuando me estaban sacando en silla de ruedas de recuperación, vendada de la cintura hasta la rodilla, tres oficiales y un jefe de policía del condado me requisaron.Esa noche en las noticias mostraron una grabación del motín. Apareció mi cirujano hablando a los periodistas, indicándoles, con un dedo en la garganta, cómo había salvado a uno de los guardianes haciéndole una sutura a una cortada de oreja a oreja.Esto lo vi en televisión y puesto que era mi doctor y los pacientes del hospital estaban concentrados en sí mismos y yo estaba dopada, pensé que el cirujano estaba hablando de mí. Pensé que él estaba diciendo, “Bien, ella está muerta. Estoy anunciándoselo en la cama”.El psiquiatra que visité por recomendación del cirujano dijo que ese era un sentimiento normal. Dijo que las víctimas de un trauma que todavía no lo han asimilado a menudo creen que están muertos y que no lo saben. El gran tiburón blanco en las aguas cercanas a mi casa ataca de una a siete personas por año. Su principal víctima es el abulón. Con bistecs de abulón a treinta y cinco dólares la libra, y en alza, el Departamento de Pesca y Caza espera que el tiburón ataque para no tener que rebajarlo.




Título original "The Harvest", tomado del libro The Collected Stories of Amy Hempel