CONFESIONES DE UNA BURGUESITA

Ana María Sanclemente

Es viernes. Hace 3 días renuncié a la gerencia de una importante empresa. Mi esposo ya no está de acuerdo con que trabaje. Dice que no lo necesito. Así que tengo tiempo de sobra para hacer lo que me venga en gana. Regreso a la cama y me vuelvo a dormir.
Me despierto. No me quiero bañar, así que me quito la ropa, me pongo el vestido de baño y salgo a caminar. La playa está sola, por fortuna. Nadie que me mire la cola, o las caderas y hasta me puedo quitar la parte de arriba del vestido de baño para broncearme. Algo que he querido hacer desde hace rato, pero mi esposo pudoroso siempre me pone un trapo encima y me frustra esta fantasía. Algún día me tengo que ir sola a una playa nudista a mirar todos los penes que en mi vida no he podido y a que me importe un bledo que me miren los gordos que tengo en las caderas.
Llegan unos cuantos turistas con ganas de quedarse y yo me apuro a ponerme la parte de arriba del vestido de baño, para no sentirme observada con esa mirada de juez que pone mi esposo. Pienso en todo el tiempo de sobra que me espera y me arranca la angustia existencial. De pronto veo a los turistas acercarse como para ponerme conversación. Y yo a sacarles el cuerpo porque hoy es un día en que amanecí antisocial hasta el tope. Se me acerca un hombre, más o menos atractivo y agraciado con su hijo colgado al cuello y me pregunta en un acento español bien marcado que si la playa es segura. Yo le contesto que sí, y con una sonrisa bien fingida doy media vuelta y me meto en el fondo del mar. Casi morada y sin respiración, obligada, salgo de nuevo a la superficie y me encuentro de frente con otro español, éste con cara de conquista y de nuevo me niego a entablar cualquier tipo de conversación, me limito a sonreír y me regreso a la orilla. El programa de playa termina ahí para mí.
Mi esposo y mis hijos están de viaje así que esta noche invité a comer a Juan, un ex compañero de oficina. Nos vamos para el balcón. Empezamos con cervezas y ponemos música. Me relajo y por un momento me siento mal de no pensar en nadie distinto a mí, de no pensar en que tengo familia, hijos, esposo. No pienses, Ana, me digo; disfruta. Hago pasta, tomamos vino y hablamos paja hasta que nos sentimos borrachos. Juan se va al baño a vomitar. Regresa y nos quedamos otro rato más en el balcón, y sin darnos cuenta nos da el amanecer hablando. Él se pone medio pegajoso y finalmente tenemos sexo.
Juan se va, prendo el computador y me siento a escribir. Es mejor terapia que ir al sicólogo y pagarle plata para escuchar la misma lata de siempre. Como ésta, por ejemplo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

porqueria, falsa, insensata!!