LA COSECHA


Amy Hempel
Traducido del inglés por Alejandro Ramírez Giraldo



El año en que empecé a decir pudiese en vez de pudiera, casi me mata por accidente un hombre al que apenas conocía. El hombre no quedó herido después de que el otro carro nos chocó. El hombre que había conocido una semana antes me sostenía en mitad de la calle de una manera que quería decir que por ningún motivo debía mirar mis piernas. Recuerdo que sabía que no debía mirar, pero también recuerdo que si hubiera sido capaz habría mirado.Mi sangre había manchado toda la parte delantera de su ropa.“Vas a estar bien, pero este suéter ya no sirve para nada”, dijo.Grité con ese temor que produce el dolor. Pero no sentía ningún dolor. En el hospital, después de las inyecciones, supe que había dolor en la habitación y simplemente no sabía a quién pertenecía.A una de mis piernas hubo que ponerle cuatrocientos puntos que, cuando lo menciono, se convierten en quinientos puntos, pues nada es tan malo que no pueda ser peor.Cinco días después todavía no sabían si podían salvar mi pierna, yo extendí el plazo hasta los diez días.El abogado era uno de los que mencionaba la palabra. Pero no lograré superarla hasta un par de párrafos más adelante.Teníamos una conversación sobre el aspecto físico, sobre qué tan importante era. Decisivo, es lo que yo había dicho.Creo que el aspecto físico es decisivo. Pero este tipo era un abogado. Se sentó en una silla pintada con vinilo a base de agua que arrastró hasta mi cama. Lo que él quería decir con aspecto físico era qué tan valiosa era la pérdida de éste ante los tribunales. Podría decir que al abogado le gustaba pronunciar tribunales. Me dijo que se había presentado al Colegio de Abogados tres veces hasta que pasó. Dijo que sus amigos le habían dado unas elegantes tarjetas de presentación grabadas en relieve, pero en el lugar donde debía decir en estas hermosas tarjetas Abogado en Derecho, decía Abogado al fin hecho. Ya había valorado las pérdidas de ganancias, pues ahora ya no podría ser auxiliar de vuelo. El hecho de que yo nunca hubiera considerado serlo era irrelevante en materia legal, había dicho.“Hay otra cosa”, dijo. “Tenemos que hablar de matrimoniabilidad.”La tendencia era decir ¿matrimonioqué? Aunque sabía lo que quería decir desde la primera vez que lo escuché.Yo tenía dieciocho años. “¿Por qué no hablamos primero de enamorabilidad?”El hombre que conocí durante una semana ya se había ido, el accidente lo hizo regresar con su esposa.“¿Crees que el aspecto físico es importante?”, le pregunté antes de que se fuera.“En principio, no”, dijo.En mi barrio hay un señor que era profesor de química hasta que una explosión lo dejó sin rostro y sólo le dejó lo que hay detrás. El resto de él está pulcramente vestido con trajes oscuros y zapatos brillantes. Lleva un maletín al campus universitario. Qué consuelo es su familia, decía la gente, hasta que la esposa cogió los niños y se marchó.En el solárium una mujer me mostró una foto instantánea. “Así se veía mi hijo”, dijo.Las noches las pasaba en diálisis. A ellos no les importaba que un sillón estuviera libre. Tenían un televisor de pantalla ancha, mejor que el que nosotros teníamos en rehabilitación. Los miércoles en la noche veíamos un programa en el cual unas mujeres que vestían ropa costosa aparecían luciendo fastuosos conjuntos y prometían que se los arruinarían las unas a las otras.Al lado se sentaba un hombre que hablaba solamente en números telefónicos. Podrías preguntarle cómo se sentía y el respondería: “924-3130”. O diría: “757-1366”. Conjeturábamos qué podrían ser estos números, pero nadie estaba seguro de nada.Al otro lado a veces se sentaba un muchacho de doce años. Tenía las pestañas gruesas y negras debido a la medicina para la presión arterial. Era el siguiente en la lista de trasplantes, tan pronto como se cosechara un riñón –la palabra que ellos usaban era la cosecha.La madre del muchacho rezaba para que fueran conductores ebrios.Yo rezaba para que fueran hombres a los que les nos importara nada.¿No somos todos la cosecha de alguien?, pensabaLa hora terminaría y la enfermera del piso me llevaría en silla de ruedas de vuelta a mi habitación. “¿Por qué ven esa basura?, diría. ¿Por qué simplemente no me preguntan qué hice hoy?Antes de acostarme dedicaba quince minutos a apretar agarraderas de caucho. Uno de los tratamientos hacía que se me entiesaran los dedos. El doctor dijo que me daría los medicamentos hasta que no pudiera abotonarme la blusa, una figura retórica para alguien que usa bata.“Obras de caridad”, dijo el abogado.Se abrió la camisa y me mostró en su pecho el punto en el que un acupunturista le había untado un almíbar carbonatado, le clavó cuatro agujas y le dijo que la verdadera cura eran las obras de caridad.“¿Cura para qué?”, dije.“Es irrelevante”, dijo el abogado.Tan pronto como supe que estaría bien, estuve segura de que estaba muerta y que no lo sabía. Me desplazaba por los días como una cabeza cercenada después de ejecutada una sentencia. Esperaba el momento que me hiciera reaccionar de esta aparente vida.El accidente sucedió al atardecer, de modo que es sobre todo a esta hora cuando me siento así. El hombre que había conocido una semana antes me estaba llevando a cenar cuando sucedió. El lugar fue en la playa, una playa en una bahía desde donde se pueden ver las luces de la ciudad, un lugar desde donde se puede ver todo sin tener que escuchar nada.Mucho tiempo después fui a esa playa por mis propios medios. Yo manejé el carro. Era el primer buen día de playa y llevaba vestido de baño.En la orilla desenrollé la venda elástica y caminé entre el oleaje. Un muchacho con vestido de baño mojado miró mi pierna. Me preguntó si un tiburón lo había hecho; habían visto tiburones blancos en esa parte de la costa.Le dije que sí, que un tiburón lo había hecho.“¿Y se va meter?”, preguntó el muchacho.“Y voy a meterme”, le dije.Omito muchas cosas cuando digo la verdad. Me pasa lo mismo cuando escribo un cuento. Voy a empezar a decirles lo que omití en “La cosecha”, y quizá también empiece a preguntarme por qué tuve que omitirlo.No había otro carro. Sólo había un carro, el único carro que me golpeó cuando estaba en la parte trasera de la moto de aquel hombre. Pero pienso en las sílabas poco elegantes cuando tienes que escribir motocicleta.El conductor era un periodista. Trabajaba para un periódico local. Era joven, estaba recién graduado e iba a realizar su trabajo, a cubrir una amenaza de huelga. Cuando digo que en ese entonces yo era una estudiante de periodismo, probablemente no hubiera quedado muy bien en “La cosecha”.En los años siguientes miré quién era el autor de los artículos periodísticos. Él reveló la historia de “El templo del pueblo” que terminó con la fuga de Jim Jones a Guyana. Luego cubrió Jonestown. En la sala de redacción del San Francisco Chronicle, mientras el número de víctimas ascendía a novecientos, iban poniendo los números como si fuera un nuevo aporte en una campaña de donación. En algún lugar de los centenares, alguien firmó en el muro algo que decía MUÉRETE DE ENVIDIA, JUAN CORONA.Lo que le sucedió a una de mis piernas en la sala de emergencias no necesitó cuatrocientos puntos, sino alrededor de trescientos. Exageré incluso cuando empecé a exagerar, pero es verdad: nada es tan malo que no pueda ser peor.Mi abogado no era un abogado al fin hecho. Era socio de una de las firmas de abogados más antiguas de la ciudad. Nunca se hubiera abierto la camisa para mostrarme el sitio de la acupuntura, algo que tampoco se habría hecho. “Matrimoniabilidad” era el título original de “La cosecha”. El daño en mi pierna se consideró cosmético, aunque todavía hoy, quince años después, soy incapaz de arrodillarme. La noche antes del juicio, en un acuerdo extrajudicial, se me otorgó casi 100.000 dólares. El seguro del carro del periodista ascendió a 12,43 dólares por mes.Tres años antes me habían sugerido que me frotara la pierna con hielo para hacer más protuberante la cicatriz minutos antes de tener que subirme la falda ante la corte. Pero no había hielo en el despacho del juez, de modo que no tuve la oportunidad de pasar ni de perder el test moral.El hombre que conocía durante una semana era el dueño de la motocicleta y no estaba casado. Pero cuando ustedes piensan que él tenía una esposa, ¿no era yo responsable de algo? ¿No merecía un castigo?Después del accidente el hombre se casó. La mujer con la que se casó era una modelo. (“¿Crees que el aspecto físico es importante?”, le había preguntado antes de que se fuera. “En principio, no”, dijo.)Además de ser una belleza, la mujer tenía millones de dólares. ¿Habrían aceptado esto en “La cosecha”, que la modelo también fuera una heredera?Es verdad que nos dirigíamos a cenar cuando sucedió. Pero el lugar desde donde se puede ver todo sin tener que escuchar nada no era una playa en una bahía; era en la cima del Monte Tamalpais. Llevábamos la cena con nosotros mientras ascendíamos el serpenteante camino de la montaña. Esta es la versión que da lugar a la perfecta ironía, así no les importará cuando les digo que en los siguientes meses, desde una cama del hospital, tenía una exacta y espectacular visión de esa misma montaña.La siguiente parte la hubiera incluido dentro de la historia si alguien la hubiera creído. ¿Quién lo hubiera creído? Yo estaba allí y no lo creía.El día de mi tercera operación hubo un intento de fuga en el Maximun Security Adjustment Center, adyacente al Corredor de la Muerte, en la cárcel de San Quintín. “El hermano Soledad”, George Jackson y un negro de veintinueve años sacaron un arma que introdujeron ilegalmente, gritaron “ya está” y abrieron fuego. Jackson murió, así como tres guardianes y dos del “grupo de blandos”, presos que les llevan la comida a otros prisioneros.Degollaron a otros tres guardianes. La prisión está a cinco minutos del Marin General Hospital, de modo que fue allí a donde llevaron los guardianes heridos. Los policías que los llevaron eran de tres clases además de la Patrulla Vial de California y los comisionados del jefe de policía del Condado Marin, todos fuertemente armados.La policía se situó en el techo del hospital con fusiles; se apostaron en los corredores y les ordenaron a los pacientes y visitantes que regresaran a las habitaciones.Ese día, cuando me estaban sacando en silla de ruedas de recuperación, vendada de la cintura hasta la rodilla, tres oficiales y un jefe de policía del condado me requisaron.Esa noche en las noticias mostraron una grabación del motín. Apareció mi cirujano hablando a los periodistas, indicándoles, con un dedo en la garganta, cómo había salvado a uno de los guardianes haciéndole una sutura a una cortada de oreja a oreja.Esto lo vi en televisión y puesto que era mi doctor y los pacientes del hospital estaban concentrados en sí mismos y yo estaba dopada, pensé que el cirujano estaba hablando de mí. Pensé que él estaba diciendo, “Bien, ella está muerta. Estoy anunciándoselo en la cama”.El psiquiatra que visité por recomendación del cirujano dijo que ese era un sentimiento normal. Dijo que las víctimas de un trauma que todavía no lo han asimilado a menudo creen que están muertos y que no lo saben. El gran tiburón blanco en las aguas cercanas a mi casa ataca de una a siete personas por año. Su principal víctima es el abulón. Con bistecs de abulón a treinta y cinco dólares la libra, y en alza, el Departamento de Pesca y Caza espera que el tiburón ataque para no tener que rebajarlo.




Título original "The Harvest", tomado del libro The Collected Stories of Amy Hempel

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