EL TARADO


Luz de Luna

“Vine a Tocaima por mi hijo, porque me dijeron que lo habían reclutado muy cerca de aquí”, dijo la señora Julia al soldado que le preguntó por su actividad en ese pueblo. Ya había completado dos días desde que había salido de casa en busca de su hijo.

Dos pares de zapatos (o quimbas como ella las llamaba) y un sombrero raído para protegerse del sol era lo único que llevaba consigo. Salió armada de valor y decidida a enfrentarse al mundo como nunca lo había hecho. Llena de fe y con un espíritu inquebrantable inició su recorrido cuesta abajo por la montaña que la vio crecer. Todos esos vericuetos se los conocía en detalle, cada piedra, cada árbol, cada sendero le hacía revivir sus años de infancia, sus memorias. Ahora los volvía a recorrer, pero otro era su fin, se hallaba en la búsqueda angustiosa de su descendencia: su hijo. Toñito, como lo llamaba por cariño, era un muchacho juicioso, como dicen: “de la casa al trabajo y del trabajo a la casa”; trabajaba recogiendo algodón en una finca cercana por algo de dinero que cobraba su mamá, pero la última vez que lo vieron estaba jugando fútbol durante el descanso en su hora de almuerzo. “Toño estuvo jugando un partido con los muchachos del Trigo”, le dijo una mujer cuando preguntó por él en Jerusalén. “Yo creo que se lo llevaron los del montero rojo, ese día estuvieron fisgoneando mucho rato por aquí.” Le dijo un hombre con cara de pocos amigos que salía de una tienda y llevaba revólver al cinto. Cuando este hombre le habló, sintió que se le heló la sangre y recordó el día en que fueron por su esposo a la casa; dos golpes en la puerta tuc tuc

– “¿Quién es?”

– “Dígale a su esposo que lo estamos esperando, que no se haga matar la familia.” Y como un cordero indefenso fue llevado maniatado, con una venda en los ojos y nunca más se supo de él.

La señora Julia no podía creer que hubieran sido los del montero quienes habían reclutado a Toñito porque ellos eran de los Paras. Era sabido por todos en la región que cada dos o tres meses pasaban haciendo ronda para ver qué sangre joven podían llevar a sus filas. Se los llevaban y en pocos meses cuando regresaban ya no era para quedarse si no para contar a los otros que estaban ganando dinero por cuidar algunas fincas y por hacer ciertos negocios. “Es imposible que los Paras lo quieran a él, ¿de qué les puede servir un muchacho como Toño?” se repetía doña Julia mientras caminaba cada rincón de Jerusalén. Entonces, cansada de caminar esas calles, decidió seguir por el sendero del río, eso le facilitaba un poco hacer el recorrido para llegar al otro lado del pueblo, por allí se le unieron dos campesinas de la zona que vendían víveres en la plaza cada domingo, las unía el dolor de madres y el de compartir vidas similares. Buscaron por entre las piedras, a orillas del río y entre los árboles, pero no encontraron ni siquiera un alma que al menos les diera una pista. Como ya había oscurecido le ofrecieron a la señora Julia una cama donde reposar. “No creo que haya dormido porque estaba muy intranquila y cuando fui a ver en la mañana ya no estaba”, dijo una de las campesinas al día siguiente.

Doña Julia había empezado su jornada hacia El Trigo, ese camino era el que usualmente recorrían cuando iban a Bojacá a pagar promesa al Santísimo. A mitad del recorrido se encontraba esa pequeña vereda que creció por unos años, pero que luego se vino a poco por dos situaciones: primero con la llegada de la guerrilla y luego con la de los paramilitares o paras como les dicen. Con la guerrilla, la gente de la zona creía a ciegas que todos sus problemas se iban a solucionar. Una noche reunieron a todos los habitantes de la vereda en el parque principal para decirles que ellos luchaban por el pueblo y que si alguien sabía de ladrones o violadores en la zona, que los denunciara porque ellos harían justicia y pondrían el orden. En menos de dos semanas empezaron a aparecer cuerpos mutilados cerca de las afueras del Trigo. Se supo, por los mismos habitantes, que algunos de ellos si habían hecho fechorías, entonces estos castigos le dieron un aire de tranquilidad al pueblo, pero el problema empezó cuando quisieron hacerse dueños de algunas fincas. Ellos decían que había que ser solidarios con la causa, entonces pedían a los campesinos un impuesto -conocido como vacuna- o les daban un plazo para irse de sus casas porque ellos pasarían a ser los dueños. Con los paras, por otro lado, llegó un alivio para los finqueros, ellos les pagaban una cuota cómoda -otra forma de vacuna- a cambio de que la guerrilla no los molestara. Entonces pudieron seguir cuidando su ganado y negociando sin problema, pero la cuestión se complicó cuando también los paras querían tener los territorios que había tomado la guerrilla para cultivar la coca. Ya el negocio rentable no era prestar seguridad, si no traficar. Paradójicamente, por hallarse en una zona fértil y rica en nutrientes, El Trigo se convirtió en el sitio clave para cultivos de coca; fue entonces cuando se inició la pequeña guerra. Durante ese tiempo mataron a mucha gente, unas veces aduciendo que eran ayudantes de la guerrilla y en otras ocasiones se decía que ayudaban a los paras y la guerrilla los mataba, finalmente, y por último, se integró el ejército para completar la amalgama. Los campesinos no sabían qué hacer en ningún caso y cuando llegaba el ejército se iniciaba su calvario; hablar o no hablar era cosa de vida o muerte, malo si se callaba y peor si se hablaba. Hasta que de esa guerra no quiso saber más doña Julia y, un día como hoy, en los que se amanece con el alma en la mano y mirando el horizonte, decidió que ya había tenido suficiente con haber perdido a su esposo “No quiero tierra sin alma. No quiero cuerpo sin vida. ¿De qué me vale la vida si mi ser está vacío?” Fue lo último que se le escuchó a doña Julia antes de partir del Trigo hacía varios años. Ese día se le vio salir con su burro cargado de corotos: ollas, cazuelas, mercado, ropa. Parecía una chiva adornada de guirnaldas cuando salieron con Toñito un domingo en la tarde después de misa. Salieron y su rastro se perdió en medio de la polvareda; parecía como si nunca hubieran vivido allí, como si nunca hubieran siquiera pasado por allí, y es que es difícil saber que en ese pueblo ha vivido alguien porque el polvo se renueva a cada instante borrando el rastro de lo que ha sido o estado. Pero hoy, y con el alma en la mano, después de tanto tiempo estaba regresando, desandando los mismos senderos que tantas veces había recorrido, mirando la vieja Ceiba que había servido de sombra cuando su esposo le declaró su amor, acariciando sus pies bajo el agua de la quebrada que tantas veces había conocido su desnudez. Si, era verdad, estaba regresando al Trigo y esta vez lo hacía por su hijo, tenía la esperanza de que alguien allí le dijera algo.

Como quería llegar antes del medio día, debía ir a buen paso porque de Jerusalén al Trigo había por lo menos seis horas de camino, por esa razón salió sin despedirse, como ladrón que huye en la oscuridad. Su caminar afanoso a veces se confundía con el galope de las mulas de carga que a esa hora iniciaban labores.

Había notado en su viaje que mucha gente ya no estaba y que los pocos que quedaban no querían hablar de nada, pero ella insistía: “¿No sabe usted que Toñito fue reclutado?” Le preguntó al hombre más viejo del Trigo, pero éste fingió no escucharla y se metió por un atajo mientras arrastraba sus andrajos polvorientos en medio de dos cercas. Finalmente hacia las once y media llegó al parque del Trigo. Como era sábado, la mayoría de la gente estaba preparando los toldos para la venta de mercado del domingo. Lo primero que divisó fue la fuente de agua que colindaba con las tres únicas calles del Trigo, pero en la fuente ya no había agua; estaba corroída por el sol y el viento y en las rendijas del cemento pequeños brotes de lama se habían esparcido por donde un día lo hicieron gotas de agua. Ya no veía en las baldosas, reflejada por el agua, la luz amarilla pardusca del sol. A su alrededor había varias almas que le recordaron su vida en esos tiempos; angustiosas iban y venían alistando cada toldo con la mercancía que se iba a vender. Otros venían con mantas de algodón ligero, que era lo único que soportaba el cuerpo en las noches infernales del verano. En ese ir y venir creyó reconocer a alguien; era su querida comadre que no había vuelto a ver desde su partida, entonces buscó sus pupilas para confirmar la sospecha y poco a poco se fue acercando hasta que a unos pocos metros su comadre soltó sobre un banco aquello que traía en la mano y se abrazaron en silencio. “Comadre Julia, yo hasta la creí muerta.” Le dijo al oído susurrando. “Casi lo estoy comadre”, dijo doña Julia y abrazadas lloraron por largo rato.

En pocos minutos la comadre la puso al tanto de muchas cosas que habían pasado en su ausencia. Le contó con detalles sobre la noche en que los paras se llevaron a todos los jefes de casa para decirles algo, de todos sólo volvió la mitad y nunca quisieron hablar sobre lo que les dijeron. Le contó también de la nueva fuente de trabajo que había en la zona. Como no dejaban cultivar ninguna clase de alimentos, muchos de sus antiguos vecinos tuvieron que dedicarse al cultivo de la coca para devengar algo con qué comer. Algunos de los más jóvenes del pueblo se habían ido monte adentro para ganar jornales como raspachines, que es así como llaman a los que sacan la hoja de la planta de coca. También le habló del día en que el ejército acordonó el pueblo y todos tuvieron que mostrar sus identificaciones. Sólo hasta ese día ella supo que algunos de sus vecinos tenían orden de captura y se los llevaron. De mil cosas le habló, de los días, de las noches, pero de su Toño nada. “Yo creo que no fueron los paras, más bien debió ser la guerrilla, ellos fueron los que hicieron la última recogida.” Le dijo la comadre a doña Julia en un tono de mucho desconcierto. “Tal vez sea mejor que siga comadre, si se queda aquí no lo va a encontrar y no quiero que algo le pase.” Y la llevó a su casa, le alistó un fiambre y la animó a seguir deambulando.

Doña Julia no quiso continuar por el mismo camino, ya era demasiado haber soportado todos esos recuerdos una vez para volver a repetirlo. Tomó la variante que llaman la Ye y siguió a la derecha; por ese camino llegaría a un pueblo pequeño llamado Tocaima.

Lo bueno de ese atajo era que le traía muy pocos recuerdos; a duras penas venían a su mente las memorias de su primera infancia cuando llevaban las mulas cargadas de panela y frutas para vender en la plaza. Ninguno de esos paisajes le recordaban su tristeza, por el contrario, caminar por allí era algo casi novedoso y reconfortante. Desafortunadamente, con el paso de las horas ya sus pies no soportaban el cansancio. Algunos de los dedos de los pies ya tenían llagas e incluso unas se habían reventado. Decidió entonces sentarse bajo la sombra de un árbol y descansó unos minutos mientras vio pasar un hato de vacas que llevaban para el segundo ordeño. Allí también le hizo preguntas al dueño del hato quien le dijo que los últimos reclutados de la guerrilla habían sido llevados al otro lado del Magdalena; que para ir allá lo mejor sería que pasara por Tocaima para contratar la lancha que la llevara al otro lado del río. “Pero yo no tengo plata, me estoy desplazando desde muy lejos y ya ni los pies me responden.” Le dijo doña Julia al hombre que tuvo compasión de ella y le prestó un caballo para llegar al pueblo. “Cuando llegue, lo amarra en el árbol de mango que está a la derecha de una tienda que se llama Mi Refugio en frente del parque central. Ahí me conocen y me cuidan el caballo mientras mañana yo paso y lo recojo.”

La señora Julia hizo como dijo el hombre, pero al salir hacia el embarcadero se le acercaron varios soldados. “Cómo se llama señora, muéstreme sus documentos.” Pero doña Julia no los había llevado. Pequeño olvido había tenido en medio de sus afanes y ahora qué pasaría, la llevarían a la cárcel o qué le iban a hacer. Uno de ellos, que parecía ser el que mandaba, le dijo: “Señora, entendemos lo que dice; que busca a su hijo reclutado, pero entienda que reclutamiento sólo puede hacer el ejército, los demás son secuestrados. Si su hijo no está con nosotros entonces está secuestrado.” Por un momento doña Julia olvidó que no tenía documentos, que estaba sola en medio de ese pueblo, que ya todas las llagas de sus pies se habían reventado y le dijo al hombre del ejército: “Pues es su deber, si es buen hombre, ayudarme a encontrarlo.” Y le dio todos los datos y las señales físicas de su Toño y dijo en un tono suave algo que dejó perplejos los soldados: “No entiendo qué querían hacer llevándose a un tarado.” Y el soldado: “No entiendo señora ¿a qué se refiere con tarado?” Y ella, “Nació tarado, mi hijo nació tarado.” Y todos se hundieron un momento en un silencio de tumba y nadie miraba a nadie, sólo doña Julia tenía sus ojos en el soldado.

Aquella noche doña Julia tuvo cama, comida y agua. Los soldados hablaron con el dueño de una posada que la recibió y al día siguiente una lancha la esperaba para atravesar el río.

En su transitar en la lancha, los campesinos le dijeron que cuando la guerrilla había llevado los últimos muchachos, uno de ellos se botó de la barca y no sabían si se había ahogado, entonces ella al bajar en la otra orilla comenzó a deambular río abajo y encontró entre las piedras un pedazo de tela muy parecido a la tela de la camisa que llevaba su hijo cuando había salido, pero no había nada más; ni siquiera un zapato. Y se repetía: “Y si se lo tragó el río…No, los ríos siempre vomitan lo que se tragan.” Y nada la convencía ni la consolaba y duró buscando allí durante una semana. Ya parecía alma en pena, forrados sus huesos en la piel y con el alma desecha, hasta que decidió salir de allí. “Si en este lugar no está mi hijo, debo buscar en otro lado. No puedo quedarme en un sitio llorándolo.” Y así fue que al día siguiente ya estaba en una balsa. No tuvo problema en encontrarla porque ya era conocida en la región y mucha gente le habría hecho el favor. En la otra orilla del río muchos la abrazaron y le dieron ánimo y regalos. Con todo lo que reunió decidió partir hacia la capital para seguir buscando a su hijo.

Aquella tarde, el bus que salió hacia la capital se alejó de Tocaima en una nube de polvo y de hediondez que supuraba la plaza de mercado. La señora Julia iba sentada en una silla de la parte trasera del bus que da hacia la ventana, con los ojos perdidos en el horizonte como mirando a la nada…

Alguien me dijo, tiempo después, que le pareció haberla visto en un semáforo de la Avenida Caracas pidiendo una moneda con un cartel en su pecho que decía: “DEZPLAZADA QUE BUZCA A SU IJO TOÑITO QUE JUE A PARAR A LA GUERRA POR SER UN TARADO”


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