ECOGRAFÍA

Wilson Orozco

Wilson tiene que acompañar a Olga María para saber si lo que sale de su barriga es un niño o una niña. Wilson ha terminado de enseñar sus clases de inglés. Podría tener el horario de un celador, piensa. Termina a las ocho de la mañana y tiene todo el día libre pero no sabe qué hacer con él. Luego tiene otra clase a las 6 de la tarde. Es decir, podría tranquilamente quedarse despierto después de esa clase hasta las 8 de la mañana del siguiente día e irse a dormir junto con todos los celadores de la ciudad.

Son las dos de la tarde y Wilson está en la mitad de la nada. Siente que ya hace mucho terminó su clase y que falta una eternidad para la próxima. Hace calor y Olga María y él han acabado de almorzar. Tienen modorra pero ambos están entusiastas por saber de qué sexo es lo indeterminado que tiene Olga María en su vientre. Se van en el carro que tanto trabajo les ha dado conseguir y sobre todo mantener. Van felices, llenos de planes y expectativas. Todo, desde la compra de un escarpín hasta la futura universidad de esa cosa amorfa es motivo de largas conversaciones. Son felices y como diría una novela de Corín Tellado parecía que nada podría acabar con esa felicidad.

Paran en un semáforo y un niño les ofrece limpiarles el parabrisas. Wilson dice que no. Pocos años separan a Wilson de ese otro niño. Porque Wilson es un niño metido en cosas de grande. Se casó porque creía estar enamorado y para salir a como diera lugar de su casa. Vivía harto de su mamá y de su hermano. Vivía harto de tener que velar por ellos y mantenerlos. Quería tener algo para él. Algo que fuera suyo realmente. Algo que no hubiera sido impuesto. Algo que él hubiera elegido.

Ya habían seleccionado el nombre: si era niño se llamaría Manuel. Si era niña Sofía. Manuel por un abuelo agricultor de Wilson que sembraba papas en La Ceja. Sofía por una tía soprano de Olga María caída ya en desgracia.

Llegan al hospital. Wilson se tiene que enfrentar una vez más con la pobreza de Medellín: luchar contra el cuidador de carros. Eso significa darle unas cuantas monedas a ese pobre desarrapado. Y eso ya es mucho para el tacaño de Wilson. Pero es también la molestia que le da ver a tantos pobres a su alrededor: se siente atacado por ellos, asediado. Los pobres le suscitan recuerdos incómodos.

Llegan al consultorio. El ginecólogo es alto y elegante. Wilson se siente intimidado por él. Se ve ridículo como prospecto de padre siendo tan joven frente a ese señor tan mayor y de buena sociedad. Wilson se siente como una muchacha pobre que se deja embarazar por ignorancia, por falta de métodos de planificación o para escapar de su hogar. El embarazado parece él y no Olga María. Él es el que se siente el centro de atención. Olvida que es a ella a la que van a examinar y no a él. Pero como siempre, por más intentos que haga, se siente el payaso, el raro, el monstruo que nadie puede dejar de mirar. En últimas, el narciso.

Wilson siente el reproche del ginecólogo en su mirada. Siente que le dice que se ha hecho papá a la fuerza mientras podría estar estudiando o saliendo con miles de novias. Ahora su vida se limita a tener el horario que podría compartir con los celadores de Medellín. Enseñar inglés a ejecutivos, ingenieros y secretarias que sueñan con tener una comunicación telefónica con alguien en Nueva York. Los compañeros de estudio de Wilson ya han tenido hasta tres y cuatro novias y él sigue con la misma mujer que conoció a los 16 años. Y solo puede dar cuenta de otra mujer: su mamá.

El ginecólogo hace pasar a Olga María a una camilla y ahí le toca esa cosa que le sale de la barriga. Cuenta chistes, hace chanzas. Ellos dos se entienden a las mil maravillas. Los dos pertenecen a las mismas familias de bien de la ciudad. Como, por ejemplo, Sofía la soprano. Aunque ya está de capa caída. Bebe mucho y no tiene plata ni para coger un bus. Sin embargo, cuando le pagan alguna clase de canto va, se gasta el dinero en Unicentro para que la vean sus antiguas amigas.

Wilson, mientras tanto, observa las fotografías del ginecólogo que están en la biblioteca de su consultorio. Hay una especialmente que le llama la atención: está él con su esposa y sus hijos. La muchacha tiene frenillos. Abraza al papá. El muchacho, a su vez, abraza a la mamá. Todos se ven muy sonrientes, sobra decirlo. ¿Serán así en el futuro Wilson y Olga María? ¿Podrá Wilson tener algún día corbata, oficina y biblioteca donde pueda poner una foto con Olga María, la cosa y él?

-Ve, ¿y cómo va ese trabajo hombre…?, ¿Willington es que te llamás? No, ¿Wilbert? ¿Watson?

-Wilson.

-Eso, Wilson.

-Bien, Doctor.

-Ya.

-¿Y qué es lo que hacés vos?

-Soy profesor de inglés.

-Ah, ¿en el Colombo Americano?

Wilson empieza a sudar. Le molesta esa conversación. No se siente a gusto con ese señor tan imponente y respetable. Se siente como un pequeño renacuajo que no sabe para dónde saltar. Atosigado y encerrado. Fuera de eso, no sabe cómo explicar que no enseña en el Colombo que es el único referente para este señor importante. No puede explicarle que se presentó al Colombo para aspirar a uno de sus empleos y que todos se burlaron de su acento paisa. Que la única alternativa que le ofrecieron era que podría pagar por unos cursos de fonética inglesa ahí mismo en el Colombo. Que tomó los cursos pero ni aun así pasó el examen. Que finalmente lo único que le dijeron fue que lo invitaban a tomar un curso básico para mejorar su horrible inglés: ¡Todo un profesor de inglés rebajado a estudiar los niveles básicos! No, eso no se lo puede decir.

-Tengo dos clases particulares. Una por la mañana y otra por la tarde.

-Mi hijos están estudiando en los Estados Unidos.

-Qué bien…, dicen Olga María y Wilson al mismo tiempo como si fueran un par de hermanitos.

-Mi hija está haciendo un postgrado en Finanzas y mi hijo en Negocios Internacionales en la Universidad de Michigan.

-Qué interesante…, dice hipócritamente Wilson.

-¿Y vos dónde estudiaste inglés?

-Aquí.

-Sí, ¿pero dónde?

-En el Centro de Idiomas Flash Gordon.

Pero no le quiere ampliar que no aprendió mucho en esos cursos. Que no sabe cómo, al finalizar sus estudios de inglés, le ofrecieron ser profesor en unas clases de niños en el mismo instituto y que eso le hizo merecedor para asistir a unas capacitaciones académicas con el director académico, con la esperanza de que algún día lo ascendieran a ser profesor de adultos. Pero con el director académico tampoco aprendió mucho. Al menos, no mucho inglés. El director hablaba de los beatniks, de los nadaístas, de Fernando González y de los hippies. Se dejaba crecer una larga barba que siempre estaba llena de harinas. Llevaba siempre una boina que había comprado en Londres cuando lavaba platos allá.

Sus capacitaciones consistían en hacer leer a todos los profesores artículos sacados de la revista Time: sobre el aborto, la violencia familiar y las drogas. Para que sepan que Estados Unidos no es solamente Disneylandia e irse de compras a un centro comercial, les insistía. Siempre quería dar la imagen fea de los Estados Unidos. Su teoría era que la gente hablaba muy bien de ese país porque no sabía leer en inglés. Luego, les hacía sacar resúmenes de los artículos y los obligaba a aprendérselos de memoria. Con razón a Wilson nunca lo aceptaron como profesor del Colombo Americano.

-¿Y te gusta el horario de tus clases?

-Sí, señor.

-….

-….

*****************

Ponen una cosa gelatinosa en la barriga de Olga María. El ginecólogo mira concentradamente la pantalla. Wilson espera impaciente. Quiere saber cuál es el sexo de esa cosa que cada vez pone más y más grande la barriga de Olga María. Esa barriga que tiene que masajear todas las noches porque Olga María ha leído que eso es buenísimo para estimular al bebé y para demostrarle que tiene dos papás que lo están esperando con amor.

Es una masa amorfa. Las imágenes están en blanco y negro. Hay que hacer grandes esfuerzos para identificar lo que hay ahí. Lo más importante es el sexo de la masa. Pero la respuesta no reside en la ecografía. La respuesta ya estaba desde que eso fue concebido en un hotel de Caucasia mientras Olga María y Wilson venían de la Costa. Ahí pararon los dos con el resto de la tradicional familia. En ese hotel, Wilson empieza a acariciar a Olga María. Ella ya sabe que él le quiere hacer un hijo toda costa. Ya es hora de tener un hijo y ser un pequeño burgués completo. Ése era el elemento que faltaba. Olga María, como siempre, renuente a tener sexo. Pero termina por complacerlo, como siempre. Cuando Wilson eyacula en Olga María presiente que por fin el mandato de ser papá, que ni siquiera él comprende, se ha cumplido.

Es difícil identificar las imágenes cuando de pronto aparece la cosa. Se le ve la cabeza y el tronco. Hay términos que Wilson no puede entender como “índices cefálicos”, “húmeros” y “visión sagital”. Definitivo: Es una niña, dice el médico. Wilson se siente decepcionado. Esperaba un hijo. Su condición de macho le indica que esta pobre niña va a sufrir mucho en la vida con los hombres. Pero ya al menos no es una cosa. Tiene un nombre. Se va a llamar como la tía soprano, caída en la ruina y que en ese preciso momento, a las tres de la tarde, alza el brazo completamente borracha para tomarse un aguardiente doble.



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