LONDRES

Wilson Orozco


Termino una carrera de literatura en Colombia. Como todo buen tercer-mundano, quiero completar mi peregrinaje académico en Europa. Ganarme el respeto de mis compatriotas cuando vuelva del continente luz. La única opción que tengo es ir a Londres. Mi amigo Jake por fin decide aceptarme. Solo estaré tres meses. La plata solo me alcanzará para estudiar unos cuantos cursos en un instituto nocturno para adultos. Pero cuando vuelva, diré que estuve haciendo un postgrado en una prestigiosa universidad. Es una mentira difícil de demostrar así que estaré en problemas

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Llego a Londres estragado por dos días de viaje. Un pálido Jake me recibe. Mi primera impresión de la ciudad es la de un silencio insoportable. La gente habla en voz baja. Se nota la desconfianza en sus rostros.

Las calles están desiertas. Veo que me esperan días de tedio en Heston. ¿Qué más puedo esperar de una zona cercana a un aeropuerto? Aunque es el más congestionado del mundo, según he leído. Jake me dice que la zona está dominada por indios. Son morenos, como quemados por el sol. Son los primeros indios que veo en mi vida. Me impactan sus mujeres: algunas llevan una piedra pegada a la nariz, otras visten túnicas. Después sabré que todos son buenos para acumular capital y para inculcarles a sus hijos que tienen que ser los mejores en todo. Mi llegada a Londres es una paradoja: los primeros habitantes que me reciben en el imperio son sus antiguos colonizados.

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Al día siguiente tengo que buscar los famosos cursos que luego me abrirán las puertas de todas las academias en Colombia. Jake me da un mapa que no entiendo y nombres de instituciones que no significan nada para mí. Al azar, llamo a una pero no entiendo lo que me dicen. Cuelgo asustado. Se ve que he perdido mi tiempo estudiando inglés en institutos de Colombia. Después de algunos intentos, y gracias a la paciencia de los que me contestan, por fin decido matricularme en Morley College. Por lo menos cuando regrese a Colombia, lo de College deslumbrará a todos.

Debo matricularme. Siento miedo de enfrentarme a esa ciudad, que según muchos, es devoradora, tacaña y costosa. Donde no seré nadie, ni siquiera un número, me han dicho. Sobre todo mis enemigos que no quieren que yo me ilustre en el civilizado mundo.

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Cojo un bus rojo. Sus ocupantes hacen parte de cuatro generaciones distintas: ancianos, madres, adolescentes y bebés. Jake me ha dicho que ésa es la carga humana de la mañana. Los ancianos y los bebés duermen. Las madres luchan con cochecitos y los adolescentes hacen ruido. Están en el ambiente de manada y lo tienen que aprovechar: dándose seguridad y fortaleza.

Cojo el metro. La gente lee.

En las estaciones, todo el mundo se empuja. Es una carrera intensa, loca. Una carrera por sobrevivir y hacer dinero. Recuerdo un grafiti que vi en Heston:

Rat race, the human race

One nation, alienation!

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En Morley College quedo confundido porque me quiero matricular en unos cursos que, según creo, son gratis. El negro que me atiende me dice con sorna:

- ¿Gratis? En Londres no hay nada gratis.

Por fin me matriculo en unos cursos con títulos rimbombantes: “literatura inglesa”, “cine y poder” e “historia de las ideas políticas”. Tengo la esperanza que en el futuro hablaré de lo divino y lo humano.

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Las clases son iguales a los buses: hay ancianos, madres y adolescentes. Bebés, no. Mi estadía en Morley College es como estar en un vientre materno pero iluminado: protegido del frío, la sed, el hambre y la oscuridad. A las cuatro de la tarde ya anochece y no estoy acostumbrado a eso. Siento que me deprimo y que me quiero devolver para Colombia. Pero no puedo llegar como un fracasado: mis enemigos bailarían sobre mi tumba.

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Cuando llego a la casa, Jake no está. Trabaja hasta tarde y en dos o tres trabajos a la vez. Así son las cosas aquí. Como solitariamente y me voy a la cama. Pienso que estoy en la misma situación que millones de ingleses.

No puedo dormir. Escucho ruidos en la puerta. Siempre vienen a mi mente imágenes de indios que suben por las escaleras con hachas para matarme. Morir en esta ciudad debe ser horrible. Solo se darían cuenta por el olor. Esta semana leí que encontraron a un hombre que llevaba muerto seis meses, con el televisor todavía prendido. Se enteraron de su muerte porque ya no tenía dinero en su cuenta de ahorros. Ya no le podían descontar para la energía y los impuestos.

En el día también escucho los mismos ruidos en la puerta. Es el junk mail que tiran todo el día. Vomita periódicos gratuitos con basura escrita.

Recuerdo también a “Jack the ripper". Leí algo sobre él en Time Out. Invitan a visitar, en una caminata, todos los lugares donde descuartizó sin piedad a mujeres. Me doy cuenta de que no me conviene leer noticias, ni periódicos gratuitos ni información sobre asesinos en serie. Es mejor dormir y tener la esperanza de que Jake llegue rápido y me haga compañía.

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Todos los días cumplo con mi historia épica de estudiante suramericano pobre en la metrópoli. Recorro calles, aguanto hambre, me meto las manos en los bolsillos, entro a las librerías, toco los libros y no los compro, me tomo una cerveza en un pub, pongo cara de tristeza y pienso que podría escribir un poema sobre mi tristeza. Pero recuerdo que estoy en Londres y no en Paris.

Al lado de cualquier pub, compro la única comida que me puedo conceder: “fish and chips”. Camino hasta Trafalgar Square donde veo las caras sonrientes de cientos de japoneses. Se ven felices con sus cámaras. Leen en sus guías que en ese momento están "enjoying the true dimension of this magnificient city". Un bus los recoge y se van para el hotel. Pienso que a lo mejor en el bus siguen comentando sobre lo maravilloso que es Londres. Que para eso trabajan duro y se matan y corren como ratas de aquí para allá, que para eso son los mejores, que para eso se inventaron todas las teorías de calidad total y cero error. Para eso: para sonreír luego en Trafalgar Square.

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Jake me dice que quiere compartir los gastos del apartamento con una peruana. Ella hace masajes. Es decir, trabaja como prostituta. Al medio día llegan hasta tres clientes. Un día la peruana toca la puerta de mi cuarto:

- Oye colombiano, ¿quieres ganarte unas libritas?

- ¿A quién a que matar?

- Tengo un cliente que te quiere tocar mientras me hace el amor.

- No, no, gracias, le digo nerviosamente.

Todos los días la escucho diciendo por teléfono:

- Yes, I do escort.

Y después dice:

- Yeah, and I do Greek, too…but it costs a little bit more.

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Debo volver a Colombia. Algunos amigos de Jake me quieren despedir. Estoy sentado al lado de una inglesa en embarazo. Jake me dice en español para que ella no entienda:

- Quedó en embarazo del tailandés. Se casaron para que le pudieran dar la residencia a él, pero parece que se les fue la mano en la simulación de la vida conyugal.

Dice eso reprimiendo su risa.

En la casa viven otros tailandeses que trabajan 16 horas al día. La inglesa no para de hablar de sus nauseas matutinas y del asco que le produce el olor a cigarrillo del tailandés. Mientras lo dice, se fuma lentamente un Marlboro. Y remata:

- Tampoco me aguanto su olor a ajo cuando regresa del restaurante.

Cierto día estuve allá. Se ve lindo por fuera pero la cocina está llena de tailandeses que se cocinan como en el infierno. Cocinan para ingleses que hablan de la pobreza del tercer mundo mientras comen y toman vino.

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Me tengo que ir. En el aeropuerto, camino rápidamente detrás de Jake. Él da un paso y yo tengo que dar dos. Camina rápidamente como todos los ingleses y por eso nunca le puedo seguir el ritmo. Llevo puesto un abrigo de extraterrestre femenino, con dos sacos por debajo y una bufanda: la imagen completa del bohemio pobre en Londres. Le pido a Jake que me tome una foto para mostrársela a mis enemigos. Tres meses en Londres se volverán, por medio de mi exageración, en tres años. Lo que no sé es cómo armar semejante mentira. Pero ya tendré 10 horas muertas que me esperan en el avión. Ése es también el tiempo que me separa de mis enemigos.

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