ODIO EL CENTRO DE LA CIUDAD

Carlos Mauricio Calle

Odio el centro de la ciudad. Nunca he podido soportar el bullicio, la muchedumbre, la sensación de estar perdido entre un mar de peregrinos autómatas: rostros sin caras, cuerpos sin mentes, ríos de figurines a cada cual más dispar. Allá veo un hombre ensimismado ante la contemplación de un mostrador. Acullá, una madre resignada trata de silenciar el discordante llanto de un crío, llanto que se mezcla con la multitud de sonidos propios del pandemónium urbano, sonidos que se unen en una estridente melodía capaz de martillar tus oídos hasta volverlos polvo. Igualmente, detesto la imposibilidad de caminar con libertad, el ser conducido por las aceras como un inocente borrego que sigue a la masa sin importar cuál sea su siniestro destino bajo el calcinante sol de la jornada. Pero lo que realmente me aburre, me deprime, descompone y enferma, es la inevitable posibilidad de tropezar con mis semejantes. Debería existir una ley de la física para explicar tal fenómeno, porque no importa cuán cuidadoso y escrupuloso sea para evitar la humanidad de mis congéneres, siempre termino por chocar contra ellos. Es como si existiera una especie de extraño, inexplicable magnetismo en el cuerpo de los transeúntes. Para algunos esto último es algo normal, pero yo lo considero muy molesto, ya que me gusta lustrar mi calzado. Me agrada el oscuro brillo del cuero tras ser acariciado sensualmente por el cepillo y el betún, en una suerte de eucaristía donde el alma del zapato se despoja del polvo mundano y recupera la plenitud de su belleza. Es un resurgimiento, una resurrección, un regreso a la prístina beatitud del cuero que destella bajo la luz. Pero es en vano: tarde o temprano algún sucio pedestre echa a perder en un instante todo el paciente esfuerzo y dedicación de veinte minutos de ardua labor. Por estas y muchas otras razones que prefiero no mencionar trato de reducir al mínimo mis periplos al núcleo de la metrópoli.

Hay algo, sin embargo, que no deja de estimular mi curiosidad cuando visito el corazón de la urbe. A decir verdad, no puedo dejar de notar la gran cantidad de personas cuya única ocupación es distribuir papeles; esos pequeños papeles en impresión monocroma, casi siempre en dos variantes, que los pasantes reciben y botan al cesto de la basura sin siquiera dedicarles una mirada. Unos de ellos exhiben imágenes oníricas, propias de la obra de Dalí o Magritte y te prometen prodigios tales como enlazar a tu ser amado, comunicarte con tus ancestros, liberarte de las maldiciones arcanas de tus enemigos y, claro está, descargar tu furia hacia ellos en la forma de una gonorrea trepadora, o una sífilis galopante que los dejará recluidos en su domicilio por eras geológicas interminables. Pero los más llamativos son aquellos con voluptuosas mujeres, quienes te prometen llevarte a mundos de insospechado placer a través de una estimulante sesión de “masajes”. Está bien, no puedo negar que un pequeño “masaje” pueda liberarte de la tensión y el estrés acumulado en una rutina de proletario suburbano, como la que yo y muchos de mis conciudadanos estamos condenados a soportar, pero aún no entiendo cómo los brazos expertos de una masajista pueden hacerte alcanzar, textualmente hablando, “las más altas cotas del placer”. Así, intrigado como estoy por la idea, decido investigar un poco más al respecto y conservar uno de estos papelillos en mi próxima visita al centro.

La oportunidad se presenta un día cualquiera. Camino bajo la mirada atenta de gigantes de concreto y cristal, cuyas entrañas, llenas de oficinas o locales comerciales disponen de numerosas ventanas cual miríada de ojos de un moderno Argos para ver la luz del día. La atmósfera se presenta favorable para recorrer las calles. El sol se encuentra cubierto bajo un algodonoso manto de nubes. Sus rayos, atenuados por los nimbos, se diluyen en un resplandor blanquecino, una luz difusa que desdibuja las sombras de todos los objetos visibles. “Es un verdadero prodigio”, pienso mientras vagabundeo buscando una sucursal bancaria indeterminada. Estoy habituado a la “eterna primavera” de mi ciudad, es decir, a un sol agresivo e implacable o, en su defecto, a una lluvia copiosa y deprimente, inestable, dispuesta a caer sobre mí en el momento menos esperado. En medio de tal cavilación, al doblar una esquina, una mano me extiende una de aquellas papeletas y quince minutos más tarde ya tengo en mi haber una completa colección de las mismas. En el camino a casa verifico las proporciones del recién adquirido botín, más o menos unas diez piezas de tamaño, color y configuración similares.

Días más tarde, después de indagar más en el asunto, tras un poco de inteligencia y reconocimiento, logro dar cuenta de la verdad oculta tras los misteriosos papelillos. Sí, puede parecer increíble, pero sólo hasta ahora rompo el cascarón de la ignorancia: para mi sorpresa “Venus”, “Atenea”, “Bagdad” y toda una pléyade de resonantes nombres históricos es la tapadera de la institución más antigua, más activa y paradójicamente más desprestigiada del mundo occidental: la prostitución. Admito que la existencia de la que es quizá la profesión más veterana del mundo, nunca me ha pasado desapercibida; pero esta fascinante modalidad, en la cual se tiene la posibilidad de dirigirse hacia una prosaica vivienda en un barrio de clase media y dar rienda suelta a los instintos más salvajes, sin ser sometido a la escrutadora mirada del peatón ocasional, o peor aún, al escarnio público, es nueva para mí; definitivamente esto es algo que estaba fuera del ámbito de lo real hasta hace pocos años en la ciudad. O bien, si ya existía, ni me enteré. En fin, lo más inquietante es que una vez resuelto el enigma, mi curiosidad no desaparece. Por el contrario, no hace más que acrecentarse…

¿Por qué no probar las delicias del sexo libre y sin compromisos? ¿Por qué no dejar de lado la máscara de la hipocresía que pesa en el rostro del hombre empeñado en fingir amor y ternura cuando persigue un objetivo mundano, concreto y pragmático como es el cohabitar con otra persona del sexo opuesto? Sí, ¿por qué no? Trato de sopesar las consecuencias que semejante acto pueda tener sobre mi persona, excluyendo las enfermedades venéreas, contra las cuales siempre puedes tomar precauciones, pero no encuentro ninguna. No soy el personaje romántico que sueña con conocer a una mujer etérea o enaltecer a otra no tan etérea para así cambiar el curso de mi vida. No creo en el amor ni en patrañas semejantes. Puedo concebir un estado alterado de la conciencia donde el influjo de la dopamina, la serotonina y otras potentes sustancias psicoactivas de origen endocrino puedan hacerme ver a otra persona, no necesariamente del sexo contrario, como una condición indispensable para alcanzar la felicidad de la existencia, si es que tal cosa existe. Sin embargo, me cuesta suponer que una vez trascurrida la euforia inicial -el éxtasis provocado por un desequilibrio hormonal transitorio- mi individualidad pueda soportar la presencia de esa entidad masculina-femenina a mi lado hasta que la muerte u otras circunstancias menos calamitosas nos separen. No comprendo la insensatez de las relaciones que pretenden legitimar el intercambio sexual a partir de patrones de conducta preestablecidos o sentimientos “honestos” predicados por líderes sectarios tan o quizá más perversos que yo. No puedo encontrar una posible semilla de degeneración en el acto de yacer con una esforzada trabajadora sexual, porque cualquier escrúpulo o prohibición moral deja de ser insuperable en la medida en que su trasgresión no implique una sanción pecuniaria o penal. Además, considero una miserable pérdida de tiempo el tratar de seducir a una mujer para obtener favores sexuales de su parte –si bien es la mujer quien engatusa al hombre, pero esa es otra historia, para ser contada en otra ocasión-, cuando se pueden obtener iguales resultados haciendo uso de la ley del mínimo esfuerzo: la billetera se abre una sola vez y al unísono con las puertas del Elíseo. Sí, lo admito, soy un mezquino, pero nadie podrá negarme que tener una novia es un vicio muy caro, comparable al consumo de heroína una vez que tengas el paquete completo, esposa, hijos y una hipoteca por pagar.

Después de un round a solas con mi conciencia, de una -quisiera decir intensa, pero estaría mintiendo- terapia de auto justificación, estoy preparado para una enriquecedora experiencia vital. Así, venzo mi reluctancia al centro de la ciudad y salgo a la calle en busca de la iluminación que sólo el conocimiento de los secretos del cielo y de la tierra puede otorgar. Mientras camino tanteo con mis dedos el interior de mi bolsillo, buscando el preciado boleto donde pone la dirección al más cercano portal del placer y no tardo en dar con el lugar. Tal como lo suponía el sitio indicado se encuentra en un barrio de clase media, con calles y banquetas limpias, con árboles de todo tipo, aunque con una gran preponderancia de enhiestas araucarias que se mecen suavemente con el viento y mangíferas cargadas de redondos y voluptuosos frutos. Verifico las señas en el papel y doy de inmediato con la casa en cuestión. Es una vivienda cuyo aspecto no requiere descripción alguna. Nada en la fachada desentona con el ambiente de los alrededores, el apelativo “normal” no podría encontrar un caso más digno para ser usado. Localizo el timbre al segundo, lo presiono, pero no escucho sonido alguno exceptuando el de una que otra persona que pasa por las inmediaciones. Instantes después la puerta se abre con suavidad y un hombre de mediana edad me saluda y me invita a pasar. Aunque mi natural escepticismo me incita a observar con obstinada atención todos los detalles, a la espera de hallar algo discordante y desagradable, no encuentro nada inquietante ni en mi anfitrión, ni en su morada. El hombre está vestido de una manera natural: blue jeans y camisa de color claro abotonada casi hasta el cuello. Sus maneras son delicadas pero sin llegar a parecer remilgado en ningún momento. Sonrisa sincera, mirada amistosa; se ve digno de fiar a despecho de tratarse de un completo extraño. Me invita a tomar asiento en un mullido sofá verde de algo parecido al terciopelo, ubicado en la sala de estar de la casa, y mientras me hundo lentamente en la comodidad del mismo me pide esperar unos instantes en tanto acuden las “chicas” de turno. Expectativa... redoble de tambores… emoción mal disimulada… Lo miro a la cara y veo su inmutable sonrisa como una especie de sello impreso en su rostro, como la mirada de las personas perfectas y felices en las situaciones perfectas y felices de la televisión, pero con la calidez propia de las escenas en vivo. Uno o dos minutos después escucho un ruido de pasos que descienden por una escalera en uno de los ángulos de la habitación y he aquí, para mi sorpresa y regocijo, cómo dos jovencitas de porte jovial y mirada traviesa se aproximan mí. Respiro de alivio. Ya sé que las profesionales de este tipo de negocio no tienen mucho en común con aquellas de sus colegas que pululan en los barrios más sórdidos y deprimidos de la ciudad, pero el pequeño bicho de la angustia no deja de picar en el interior de mi pecho hasta no comprobar detenidamente la calidad, formato y factura del género disponible. Es estupendo, perfecto, impecable… Después de las presentaciones de rigor el hombre me pregunta a quién prefiero y vacilo un buen rato tratando de contestar. No es sencillo, ambas son dos dignos ejemplares de la mejor cosecha del 85, si las apariencias no me engañan. En este punto cualquier descripción que pueda brindar se quedará corta y no podrá competir con la contundencia y el peso aplastante de la realidad. Baste con decir que este par de hermosas bacantes podrían conducir al desenfreno y la disolución absolutos, incluso al más flemático o apático de los hombres. Y si a su provocativo aspecto sumamos los hermosos atavíos, encargados de resaltar las partes más interesantes de sus anatomías, el conjunto general es imposible de ignorar. La única opción es arrobarse ante la contemplación de la belleza… Con el corazón atribulado y lleno de congoja, señalo a una de ellas, aunque me hago la firme promesa de elegir a su compañera cuando la oportunidad se presente una vez más, en un futuro no muy lejano. Así, siguiendo embelesado a la que habrá de elevarme hacia “las más altas cotas del placer” entro en una habitación y la puerta se cierra suavemente…

Sí, amable lector. Como podrás suponer, he considerado prudente arrojar un discreto manto de pudor sobre los últimos acontecimientos del día con el único fin de evitar la inevitable censura mediática, típica de nuestro mundo cargado de incomprensibles paradojas, sobre mi historia. A manera de epílogo quiero decir que regreso a casa en un estado de éxtasis absoluto. Casi me parece estar levitando y esa noche duermo tranquila y profundamente, como nunca lo he hecho en mi vida. En lo tocante a todo lo acaecido en esa discreta habitación me limitaré a decir que fue algo así como una divertida sesión de gimnasia rítmica a dúo en cuyo clímax creí haber alcanzado el cielo, y puedo asegurarlo: ha justificado cada centavo del dinero invertido en ella. Ahora he cumplido mi anhelo de mantener el placer separado de los sentimientos. Ahora actúo con la razón y no con el corazón. Ahora, sitúo la satisfacción de mis instintos más naturales en un plano estrictamente comercial y no sentimental. Y quién lo creyera, comienzo a integrar el centro de la ciudad en mi rutina de vida. Ahora me gusta el centro de la ciudad. Para concluir puedo decir con orgullo que actualmente, cuando algún subnormal me dirige la infaltable pregunta: “¿tienes novia?”, o su consabida variante: “¿estás casado?”, no dudo en contestar lleno de satisfacción, con una franca, amplia e inconfundible sonrisa: “No, gracias. Por salud y economía sólo como en desechables”.



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